sábado, 26 de noviembre de 2016

El caminante de la sombra 4.


   Hoy el bar oscuro, sucio y cochambroso donde espero a que caiga la noche del todo, está más asqueroso y abandonado de lo normal. Tan solo hay, a parte de la camarera y de mi, dos parroquianos que bien podrían pertenecer al mobiliario del local, pues siempre están aquí, ambos borrachos. La música es más oscura, más tenebrosa. Como si, de algún modo, el final de la existencia se estuviera gestionando allí y fuese a ser anunciado en poco tiempo. La única luz cae sobre un rincón del mostrador y en la escurridiza escalera que baja desde la puerta de la calle, el resto del garito permanece en penumbras alimentándose de las migajas que esos dos focos le prestan.

   Nadie habla. Solo callan y se dejan llevar al fondo de sus miedos, sin oponer resistencia, sin luchar. Vencidos y humillados. Cadáveres que se alimentan de pasado y cerveza. De soledades merecidas y de odios viscerales ante su propia existencia.

   Es la hora. He terminado mi cuarta jarra de cerveza. Dejo un billete de veinte sobre la barra, miró a la camarera y esta asiente, entendiendo que las vueltas son para ella. No hay despedidas. Salgo a la noche fría y comienzo de nuevo.

   Camino sin rumbo, como todas las noches, esperando que el destino, o el subconsciente o aquello que guía mi castigo, me muestre la compañía de esa jornada. Estoy cansado, agotado de manera inconmensurable, aunque la fuerza que me mantiene en pie me obligue a seguir y seguir sin medida o fin posible. No tengo opción.

   Me detengo, para mi extrañeza, en una esquina. “He estado aquí antes”, me digo, pero no sé cuándo. Mis recuerdos se sustentan en un cuaderno que, eso creo, escribo todas las mañanas al regresar al ¿hogar? Aparece una imagen en mi cabeza. Una mirada enrojecida decorada con verde y marrón. Unos rizos castaños que ocultan un rostro…un aroma conocido que se aleja…vuelvo a andar y me alejo de algo que sé que es importante.

 

   Con las primeras horas del alba llego a mi agujero. Me desvisto con la parsimonia de todas las veces y, cuando estoy tumbado en la cama, recuerdo el cuaderno y me obligo a escribir los sucesos de esa noche antes de que se vayan de mi cabeza. Hoy estaba disperso. Ha sido todo sucio, rápido y sin pasión. Cual vulgar fulana traté a la muchacha que, a pesar de todo, gozó del momento. Luego el ritual, frío y mecánico, fue completado sin mucha ceremonia. Una que no cruzó, aunque ella nunca sabrá a donde hubiese ido de haber conseguido superar el rito. Unas pasan, otras no. Las que sí, serán felices allá donde van. Las que no, regresan a la ignorancia cotidiana de una vida que ellas mismas desean. Ellos, en cambio, siempre encuentran la respuesta a su pregunta final. Para ellos no hay opción. La violencia se cura con violencia.

   Leo el texto de un tercer cuaderno, todos escritos con mi letra, que me muestran, una y otra vez, que todas las noches me detengo en la misma esquina a esperar a alguien, pero no a cualquier persona. La espero a ella.

   Una y otra vez mis ojos se pierden en las palabras que la describen y sé que la he visto, que la he amado y que la he tenido entre mis brazos. Que los besos que a mi mente regresan en ese momento no son simples sueños, que fueron verdad y que mi alma se desgarra por recuperarlos. Que las vidas que he vivido no serán suficientes para hacer que la olvide ni segará la pasión que mi corazón guarda para ella.

   Todas las mañanas aumento la agonía de mis quimeras al anotar en esas hojas las imágenes de una noche que sé que, al despertar de una nueva luna, se me habrán olvidado sin remedio para comenzar otra jornada de castigo más que me llevará a otro encuentro y otro ritual y otra parada en la esquina. No se puede parar la rueda que una mano empujó hacia un descenso infinito.

   Cierro el cuaderno, me tumbo y cierro los ojos. Una lágrima escapa de mis ojos y antes de que recuerde el por qué, me he dormido. Cuando despierte todo volverá a comenzar.

 

   Esta es mi caza. Una noche más. Un poquito más cerca. Ella me espera y la voy a encontrar.

 

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jueves, 17 de noviembre de 2016

JUAN RAMÓN BIEDMA.


   JUAN RAMÓN BIEDMA.

 
 
 


   Nace en Sevilla en 1962, estudia derecho y durante años compagina su actividad en la gestión de emergencias con la de locutor de radio, guionista, crítico musical y cinematográfico. En la actualidad colabora en diversas publicaciones y páginas web.

   Su primera novela “El manuscrito de Dios”, fue designada con la Mención Especial del Jurado en el II Premio de Novela fallado en la Semana Negra de Gijón de 2004 y finalista del Premio Memorial Silverio Cañada. Con su segunda obra “El espejo del monstruo”, inicia una serie de novelas por entregas protagonizadas por el abogado Set Santiago, que interrumpe para presentar el manuscrito que nos ocupa. Después de esta publicó “El efecto Transilvania”, en 2008,  “El humo en la botella”, en 2010, “Antirresurrección”, en 2014, “Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado”, en 2015, y “La lluvia en la mazmorra”, en 2016.

 

   EL IMÁM Y LA BRÚJULA.

 
 


   Ambientada en el Madrid y Sevilla de 1926, un profesor de historia desertor de la guerra de Marruecos, que sobrevive gracias al contrabando de tabaco, es contratado para buscar y encontrar dos películas perversas rodadas por un extraño grupo de personas catorce años antes que, junto a una tercera de reciente publicación, completan una trilogía oscura y polémica.

   Sin saberlo nuestro protagonista, Éctor Mena, se verá inmerso en una sombría y peligrosa persecución donde las personas, historias y acontecimientos se irán haciendo cada vez más inverosímiles, siniestros y sangrientos. Los testimonios de la gente, los giros de la intriga e, incluso, la propia vida privada de él, se verán transformados por la cadena de sucesos encadenados a cada pista nueva encontrada y que, para su desesperación, le llevaran en todas ellas a un callejón sin salida.

 

   Sin ser muy dado a leer novela negra, descubrir y leer esta obra me ha abierto las puertas de nuevas experiencias y sensaciones. Con una atmósfera marcada por el oculto misterio de todo lo que rodea la búsqueda de esas películas, el incesante y sibilino ambiente de las localizaciones, tanto exteriores como interiores, en su más marcada decadencia, y el suspense narrativo inculcado por el autor, hacen que sintamos el frío en nuestro interior.

   Humor lacerante, negro y, en ocasiones, ofensivo, característico del instante y del personaje que en ese momento nos ocupa en la lectura, tendremos un manojo de lo más variopinto de la sociedad de la época, no olvidemos que estamos en 1926 y los prejuicios son múltiples, con lo que en numerosas oportunidades seremos testigos de la sorpresiva ignorancia de la ciudadanía y de la clandestina actitud de los poderosos que, sabedores de su poder, transforman su imagen en desconcierto asombrados por lo que se esconde tras la noche, el horror y el ocultismo disfrazado de arte.

   Con una narración brillante, sencilla y llena de matices, viajaremos a mediados del siglo XX para adentrarnos en una época que tan solo nuestros abuelos conocieron. Aunque el retrato oscuro sea el pilar esencial de la novela, los escasos períodos de luz, dentro de la misma, se echan en falta.

 

   Vuelvo a incidir en el dato de que la novela negra no es un género que yo lea o me apasione pero, con la lectura de este libro se me ha abierto una nueva línea de sensaciones a las que, espero, no tardaré en regresar.