Hoy el bar
oscuro, sucio y cochambroso donde espero a que caiga la noche del todo, está
más asqueroso y abandonado de lo normal. Tan solo hay, a parte de la camarera y
de mi, dos parroquianos que bien podrían pertenecer al mobiliario del local,
pues siempre están aquí, ambos borrachos. La música es más oscura, más
tenebrosa. Como si, de algún modo, el final de la existencia se estuviera
gestionando allí y fuese a ser anunciado en poco tiempo. La única luz cae sobre
un rincón del mostrador y en la escurridiza escalera que baja desde la puerta
de la calle, el resto del garito permanece en penumbras alimentándose de las
migajas que esos dos focos le prestan.
Nadie
habla. Solo callan y se dejan llevar al fondo de sus miedos, sin oponer
resistencia, sin luchar. Vencidos y humillados. Cadáveres que se alimentan de
pasado y cerveza. De soledades merecidas y de odios viscerales ante su propia
existencia.
Es la hora.
He terminado mi cuarta jarra de cerveza. Dejo un billete de veinte sobre la
barra, miró a la camarera y esta asiente, entendiendo que las vueltas son para
ella. No hay despedidas. Salgo a la noche fría y comienzo de nuevo.
Camino sin
rumbo, como todas las noches, esperando que el destino, o el subconsciente o
aquello que guía mi castigo, me muestre la compañía de esa jornada. Estoy
cansado, agotado de manera inconmensurable, aunque la fuerza que me mantiene en
pie me obligue a seguir y seguir sin medida o fin posible. No tengo opción.
Me detengo,
para mi extrañeza, en una esquina. “He
estado aquí antes”, me digo, pero no sé cuándo. Mis recuerdos se sustentan
en un cuaderno que, eso creo, escribo todas las mañanas al regresar al ¿hogar?
Aparece una imagen en mi cabeza. Una mirada enrojecida decorada con verde y
marrón. Unos rizos castaños que ocultan un rostro…un aroma conocido que se
aleja…vuelvo a andar y me alejo de algo que sé que es importante.
Con las
primeras horas del alba llego a mi agujero. Me desvisto con la parsimonia de
todas las veces y, cuando estoy tumbado en la cama, recuerdo el cuaderno y me
obligo a escribir los sucesos de esa noche antes de que se vayan de mi cabeza.
Hoy estaba disperso. Ha sido todo sucio, rápido y sin pasión. Cual vulgar
fulana traté a la muchacha que, a pesar de todo, gozó del momento. Luego el
ritual, frío y mecánico, fue completado sin mucha ceremonia. Una que no cruzó,
aunque ella nunca sabrá a donde hubiese ido de haber conseguido superar el
rito. Unas pasan, otras no. Las que sí, serán felices allá donde van. Las que
no, regresan a la ignorancia cotidiana de una vida que ellas mismas desean.
Ellos, en cambio, siempre encuentran la respuesta a su pregunta final. Para
ellos no hay opción. La violencia se cura con violencia.
Leo el
texto de un tercer cuaderno, todos escritos con mi letra, que me muestran, una
y otra vez, que todas las noches me detengo en la misma esquina a esperar a
alguien, pero no a cualquier persona. La espero a ella.
Una y otra
vez mis ojos se pierden en las palabras que la describen y sé que la he visto,
que la he amado y que la he tenido entre mis brazos. Que los besos que a mi
mente regresan en ese momento no son simples sueños, que fueron verdad y que mi
alma se desgarra por recuperarlos. Que las vidas que he vivido no serán
suficientes para hacer que la olvide ni segará la pasión que mi corazón guarda
para ella.
Todas las
mañanas aumento la agonía de mis quimeras al anotar en esas hojas las imágenes
de una noche que sé que, al despertar de una nueva luna, se me habrán olvidado
sin remedio para comenzar otra jornada de castigo más que me llevará a otro
encuentro y otro ritual y otra parada en la esquina. No se puede parar la rueda
que una mano empujó hacia un descenso infinito.
Cierro el
cuaderno, me tumbo y cierro los ojos. Una lágrima escapa de mis ojos y antes de
que recuerde el por qué, me he dormido. Cuando despierte todo volverá a
comenzar.
Esta es mi
caza. Una noche más. Un poquito más cerca. Ella me espera y la voy a encontrar.
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